jueves, 13 de junio de 2013

El jardín de la palabra- Paulina Movsichoff

Aunque no lo sepamos, la escritura siempre está. Sólo debemos encontrar los conjuros, aplicarnos en los hechizos mágicos que nos harán encontrarla. Porque ella está fabricada con palabras, esas monedas de dos caras. Palabra-Amor, Palabra-Deseo, Palabra-Vida. En ella buscamos refugio para cualquier momento de la vida, antes de entrar en el gran silencio de donde ha surgido.
  ¿Y de qué otra cosa podría ocuparse la escritura sino del amor? Y todo amor precisa de un objeto para orientarse. Como en el Cantar de los cantares, la palabra sale de noche para encontrar al amado. Y luego dice: "Morena soy pero hermosa, hijas de Jerusalén. Por eso me ha amado el rey y me conducido a su cámara".  Habría que ocuparse de la negritud de la palabra, de esa palabra que irradia en el poema. Porque ella se diferencia de las otras, de su hermanas menores, en que es negra, es decir diferente y por eso muy pocos quieren conocerla.
  Iremos al jardín de la palabra. Pero tan sólo pueden encontrarlo los iniciados. Allí está la fuente de la vida. Y la palabra sale de ella fresca y recién lavada, preparada para llevar de la mano a quienes quieran adentrarse en sus misterios.
  La palabra es la rescatadora del olvido. Nos permite recrear nuestra vida a nuestro antojo, imaginar la propia historia. Nos da la prueba de nuestra existencia. El Verbo se hace carne una vez más.
  Detrás de un palabra hay otra, y otra, y otra. Para atravesar su laberinto sólo necesitamos del hilo del deseo. Él es quien nos empuja a ese viaje incesante.

  

sábado, 17 de abril de 2010

miércoles, 20 de enero de 2010

Escribir- Paulina Movsichoff





¿Cómo decir lo que está atado, lo hundido en el fondo de la noche, de esa noche que soy? ¿Cómo llamar a lo que se encuentra detrás de la escritura, detrás, detrás, más allá, en una Terra Incognita guardada por un empecinado Cerbero? Pero para llegar al Hades de mí misma debo bajar por ella, asirme con todo mi cuerpo a su escala de consistencia débil y sin embargo indestructible. Nací de las palabras. Ellas son el útero que me empujó al mundo y del cual aún no me he desligado. Palabra-cordón, palabra matriz, palabra yo. El sol entra en mi living en esta mañana veraniega y las cosas bailan en la pura inmanencia del instante. Todo está quieto y sin embargo en perpetuo movimiento. La gota de agua cayendo de mi canilla es la pura música, el sonido elemental deslizado en la tierra fértil de mi oído. Pero sigamos con la palabra, estrella ahincada en el cuerpo, verruga también que duele y no deja pisar. Porque pisar es dirigirse a alguna parte y tengo miedo. Hay una calle que transité despacio, descubriendo enredaderas. Y hoy esa calle no está. Tengo miedo de lo que ya no está. ¿Acaso ese no estar no es la esencia de le eternidad? Otorgo sólo al silencio su calidad de ser. Silencio alga, silencio enredadera, nutrido por el único, insondable silencio. ¿A qué aferrarse entonces? El ojo de mi mente mira como quien indaga el amor y sabe que está solo. Y la soledad no es sino otro modo de arrojarse en el ser. Hoy me despido nuevamente. Me despido del instante que fue y sin embargo aún dura en mi cuerpo. Mi cuerpo hecho de instantes. Recuerdo aquella hamaca en la que, de niña, me columpiaba. Hoy esa niña sigue columpiándose sola y absorta en la pulpa madura de los días. Una hamaca en la que también hoy me columpio hacia adentro, hacia lo profundo de mi cielo. O de mi infierno. No nos bañamos dos veces en la misma agua, decía el viejo Heráclito, pero nos bañamos en agua. Me baño en el agua que es el tiempo. No sé nada fuera del tiempo, de su oscuro transcurrir. Y los dolores, las alegrías, son el agua que me hacen saber que no he dejado de mojarme. Hay una espada en mi mano. Y sin embargo tengo la mano vacía. Posibilidad de ver lo no visible, de asir lo que no puede ser asido. Quiero jugar los juegos del tiempo. Reconocer en él mi rostro. Rostro-mujer, Rostro Madre Tierra. Sabes ya tu solidaridad con la luna. Es ella quien hila el tiempo, teje las existencias humanas. Trabajo nocturno, trabajo femenino como Penélope, tejiendo y destejiendo su tela, como mi cuerpo, tejiendo y destejiendo la escritura.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Las sombras y las luces



Sí. No va a ser fácil empezar a contar todo aquello. Eran las sombras y las luces. Tal vez esto sea la primera imagen, el hilo que me guiará por el laberinto de la memoria. Aquella casa en donde la luz fue mi primer contacto con el mundo, mi interminable asombro. Y también las sombras. La sombra fresca del zaguán en el verano, por el que se accedía al patio. Puedo ver aún el dibujo de las baldosas, las dos enredaderas que cubrían sus paredes. El jardín y la enamorada del muro. Al lado del jazmín pasé muchas horas de encantamiento más tarde, zambullida en mis lecturas. Estaba también la fuente. Pero la fuente vino después. Creo que la mandó a construir mi padre en una época en que pensaban reformar la casa y convertir en realidad el viejo sueño de mi madre, de transformar el patio en una especie de jardín de invierno. Sin embargo aquello nunca se cumplió. Cada vez que mamá decía: "Debemos cerrar este patio", "para qué si ya nos vamos a ir de este pueblo", le contestaba papá. Así quedaría hasta que dejáramos la casa. A aquel primer patio daban casi todas las piezas, a excepción del consultorio, que se abría al zaguán y la nuestra, que daba al segundo patio. En la salita, contigua al consultorio, se amontonaban el piano, los sillones Luis XV de la abuela forrados de pana azul, las bibliotecas, el tocadiscos. La biblioteca era mi lugar preferido. Muchas veces interrumpía mis juegos para ir a mirar aquellos libros - como si con sólo eso me pudiese enterar de su contenido – cuyos títulos me resultaban extraños e indescifrables. Los miraba con una curiosidad no exenta de embeleso. Muchos años más tarde estoy escribiendo, sola, en el estudio de abogado de mi hermano. El silencio es a veces agobiante, pero al levantar la vista y encontrarme con los títulos y colores conocidos, toda la ansiedad desaparece.
Mamá me contaba que aquella casa había sido el estudio de su padre. Todas las habitaciones estaban abarrotadas de estanterías. Abogado brillante tu abuelo, me decía. Era un campesino. Había nacido en Renca y rindió en un año toda la primaria y la secundaria. Yo espiaba su retrato con admiración y escrutaba en aquellos ojos que tenían un no sé qué de traviesos el secreto de su inteligencia. Murió a los treinta y tres años, decía, mamá, de reumatismo. Toda mi infancia transcurrió a la sombra de aquella historia trágica. Mi abuelo muerto cuando mamá tenía apenas dos años, mi abuela joven decidida a pelear con la vida para sacar a flote a sus cinco hijos.

El campo de nuestros juegos era el segundo patio. Allí, debajo del parral, armábamos la farmacia con los remedios viejos de papá. La higuera cobijaba las hamacas. Mi hermana y yo pasábamos horas columpiándonos, cada una en la suya. Teníamos bastantes amigas, entonces. Pero era cuando llegaban mis amigas que jugábamos todas. A las de Florencia yo las consideraba demasiado chicas para intimar con ellas. Mi amiga del alma era Lucía. Una tarde en que yo, de dos años, jugaba con mis primas mayores en la plaza, las abandoné de pronto para correr en pos de una niña que pasaba con su madre para traerla después de la mano adonde estábamos nosotras. Desde ese día fuimos inseparables. Era amiga de las dos. De Florencia y mía.
Si mi casa era grande, la de Lucía lo era aún más. A mí se me antojaba el castillo de los sueños, con aquel segundo patio que parecía un bosque, los pimientos, las retamas que eran como estrellas amarillas, la acequia. Cada una reinaba sobre un árbol y desde su copa nos comunicábamos con teléfonos fabricados según el modelo del Tesoro de la Juventud. Lo que más me gustaba era la bohardilla. Estaba ubicada en el primer patio y se accedía a ella por una escalera. La baranda la usábamos de tobogán para bajar al patio. La luz se colaba por una pequeña ventana que daba a la calle. Había allí un enorme ropero de tres lunas en donde nos dábamos verdaderos atracones con las revistas allí arrumbadas y que pertenecían a Jorge, el hermano de Lucía que estaba en Buenos Aires, en el Colegio Naval. Alguna vez lo veía a Jorge, cuando llegaba de visita a la casa, rubio y reluciente en su uniforme azul con botones y charreteras doradas. Llegaba con una novia muy bella de Buenos Aires. Una tarde los sorprendí besándose en el patio y sentí un escozor muy raro, pero no en el cuerpo sino más adentro. Como algo a lo que yo no tenía derecho aún. Me preguntaba si alguna vez ese momento en que alguien se inclinara hacia mí y buscara mis labios llegaría para mí. En la bohardilla también nos desnudábamos y jugábamos al médico. A veces experimentaba sensaciones que, en ese mundo donde todo tenía un nombre, yo no hubiera podido definir.
Lo más divertido era el verano. En los días de mucho calor el enorme patio de baldosas, rodeado de dos galerías, se llenaba con el agua que proveían dos canillas. En bombachas, nos bañábamos allí cual si fuera la más lujosa piscina.
La escuela interrumpió mis aprendizajes. Fue como si el mundo dejara de pertenecerme, con aquella interferencia de maestras, deberes para la casa, admoniciones. La voz exterior superponiéndose siempre a mis voces interiores. Creo que de allí proviene el extrañamiento que siempre me invade en presencia de otras personas. Tenía una compañera, cuyo apellido era, como el mío, de origen ruso. En una ocasión la maestra llamó su atención. Mirando a la clase, a la que convirtió en su cómplice, le espetó: “¿Cómo pedirle buen comportamiento a una hija de rusos?” No les conté esto a mis padres, pero creo que a partir de entonces comencé a conocer que yo era diferente. Pero me resultaba por demás difícil conciliar aquel apelativo dicho en voz tan descalificadora, con la figura de mi padre, ese hombre de ojos celestes y piel blanca, que interrumpía nuestros juegos para besarnos con fruición. O tal vez lo de pelearse con mamá le vendría, pensaba yo, por su condición de ruso, porque parecía que ése era el origen de todos los males. Por que discutían mucho, él y mi madre. Casi siempre por dinero. Mi madre decía que no le alcanzaba y a veces sustraía de su bolsillo algún billete, lo que provocaba la reacción inmediata de mi padre. También por comida. A mi padre no le gustaba cómo mi madre cocinaba. Creo que ella era muy ahorrativa y compraba carne más barata para guardarse el vuelto y con eso encargarnos a Harrods o Gath y Chaves aquellos vestidos que llamaban la atención del pueblo y que nos ponía, a mí y a mi hermana Florencia, sobre dos o tres enaguas almidonadas. Aquellas peleas me marcaron. Yo sentía que caminaba por la vida bajo la carga de aquel secreto “a voces”, ya que, pueblo chico, en San Cosme se sabía y se comentaba todo.
Había poco silencio en mi casa, ya sea por las discusiones de ellos o por el barullo de mis hermanos, ya que a Florencia vino a sumarse mi hermano Edgardo. Yo buscaba siempre un refugio tranquilo para poder estar a solas con mis lecturas. Porque, desde que aprendí a leer, fui una ávida lectora. Mis padres vigilaban bastante los libros que caían en mis manos, o era yo misma quien, obedientemente, les preguntaba si tal o cual libro era para mí. El que más me impresionaba era Corazón. Lo leía una y otra vez y siempre sollozaba con el mismo desconsuelo, sobre todo con aquellos cuentos: De los Apeninos a los Andes, o Naufragio, que me sabía casi de memoria. Mis padres resolvieron cortar por lo sano aquel llanto desesperado y me escondieron el libro. A mí no me dijeron nada, pero nunca más pude encontrarlo.

Sonia, con la que trabé amistad desde el primer día de clases, esa amistad que duró lo que tarda en llegar la juventud, me llevó a la Biblioteca Pública que quedaba cerca de su casa. “Te prestan tres libros para que te lleves a tu casa. Puedes quedarte con ellos una semana". Yo no salía del asombro de que semejante fortuna me sucediera. “¿Lo decís en serio?” pregunté, los ojos saliéndoseme de las órbitas. Sonia me tomó de la mano y me condujo por aquella sala rectangular cuyos muros se veían cubiertos de estanterías y a cuyas mesas los niños leían absortos y silenciosos. Nos paramos junto al escritorio de la bibliotecaria, auroleada de la misma luz que se me antojaba tenían los santos, pues me abría las puertas de ese cielo que para mí constituiría la lectura durante toda mi vida. Fue ella la Ariadna que, a lo largo de aquellos años, me guió por ese laberinto de títulos que mi ávida mente infantil no hubiera podido tal vez recorrer sola. Salgari, Julio Verne, Stevenson, fueron leídos y releídos en aquellas encuadernaciones de la Editorial Sopena que a veces encuentro en algún parque o en una de esas librerías de viejo y contemplo con tristeza y nostalgia. También, en mi casa, estaban los veinte tomos del Tesoro de la Juventud que pertenecieran a mi abuela. Me zambullía ávidamente en el Libro de Narraciones Interesantes o en el de Hechos Heroicos. También me quedaba horas contemplando aquellas imágenes, las más en blanco y negro, y muy de tanto alguna en color. Había sobre todo una que me dejaba pensativa y maravillada. Consistía en una niña más o menos de mi edad, sentada en un prado. Los rizos color miel asomaban de su cabeza cubierta con una cofia blanca ajustada al cuello por unas cintas rosas que parecían agitarse a la luz mañanera. Aprendí de memoria, de tanto leerla, aquella inscripción al pie de la imagen: “El mundo era mío/ en él yo reinaba./ Por mí las abejas alegres zumbaban / y las golondrinas movían sus alas” y luego el nombre del autor: Robert Luis Stevenson. Es que yo me sentía la reina de ese mundo en el que me movía. Sólo que no podía entender que la niña hablara en pasado pues entonces para mí la vida era un presente eterno.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Ivonne y la lluvia



"Canonicemos a las putas" Así se titula uno de los poemas del conocido escritor chiapaneco Jaime Sabines. Todos los días, cuando tomo el colectivo que me llevará de regreso del trabajo, atravieso la calle Moreno, arteria tradicional de las putas. No puedo dejar de observarlas, con sus jeans ajustados y sus tacos altísimos, sus senos generosos desbordando las blusas. Nunca he visto que un auto parara por alguna. A veces, en el recorrido, descubro a dos trabadas en una conversación y me digo que seguramente la charla aliviará esa tediosa espera o que tal vez se cuenten de sus hijos, de que alguno de ellos cayó enfermo y ellas no lo pueden cuidar, o que al último cliente le falló el preservativo y entonces la espada de Damocles de un embarazo. Lo terrible son los días de invierno, en que también están allí, descubiertas y ofrecidas, aparentando que el frío no las roza.
Una noche del verano pasado yo volvía, en medio de un aguacero torrencial, de casa de mi amiga Lucy. Obediente a su pedido, llevé mi nueva guitarra envuelta en una precaria funda. Luego de pasar la noche entre vinos y cantos, se desplomó el aguacero. Esperé largo rato y, al ver que no tenía miras de amainar, decidí partir. Ni señales de taxi en las calles anegadas, donde el agua se asemejaba a las crecientes del río Paraná, ésas que inspiraron a Teresa Parodi su canción "Apurate José", que acababa de cantar ante mi auditorio. Mis sandalias estaban ya deshechas y en medio de la avenida luchaba infructuosamente con la corriente tratando de llegar a la otra orilla. Me aterraba el pensamiento de caer en algún pozo o pisar unn invisible cable y caer electrocutada. De pronto la vi. Estaba en la esquina inalcanzable. Desesperada le tendí mi mano, pidiéndole ayuda. Ella me alargó la suya y así pude alcanzar el destino. Luego nos resguardamos juntas en el toldo de un negocio. Entonces la miré. Era una travesti. Su pelo rubio estaba recogido prolijamente en un broche y grandes aros de plata daban marco a ese rostro de una belleza enigmática. Sus labios de una insinuante sensualidad se distendieron en una sonrisa compasiva al ver mi ropa empapada, mi peinado desaparecido. Como yo tiritaba de frio, se sacó su chal de un celeste brilloso y me lo echó sobre los hombros. Le pregunté su nombre: "Ivonne", me informó. Yo le dí el mío. Largo rato estuvimos charlando de esa horrible lluvia, de si la guitarra estaría o no a salvo, de. Cuando amainó y decidi seguir viaje, me saqué el chal y quise devolvérselo. Se negó rotundamente. Al despedirnos la besé en las dos mejillas. Tenía razón Sabines. Canonicemos a las putas.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Paciencia




"Ocuparse del mundo exige mucha paciencia", dice Clarice Lispector. Entonces me doy cuenta de que, casi sin tomar conciencia de ello, yo la pongo en práctica cada año. Mi alma y mi cuerpo esperan dóciles ese acontecimiento que se repite infaliblemente y que les da una cierta sensación de permanencia en medio de la obstinada fugacidad de las cosas. Y es la seguridad de que, luego de atravesar el largo túnel del invierno, nada impedirá a mi jacarandá volver a florecer.
Con quien por ese tiempo era mi compañero, buscábamos departamento. "Será tuyo", me decía, conscientes ambos de que ya no seguiríamos juntos. Entramos - buscando algo que se acomodara a nuestro no muy holgado presupuesto - en sórdidas covachas, en huecos donde la luz brillaba pero por su ausencia, en dormitorios del tamaño de un grano de maíz. Desilusionados y exhaustos, él me abandonó a la suerte de continuar sola en aquel incierto derrotero. Una tarde llegué. Entre los requisitos para ocupar una vivienda, el lujo no ha sido una de mis prioridades. Sólo luz y espacio para mis libros. La dueña abrió la puerta del departamento de la calle Boedo aquella siesta de octubre y un chorro de claridad me invadió como un baño de agua fresca. Pero la fiesta ocurrió cuando me asomé al balcón. Allí, unos metros más abajo, un jacarandá se desplegaba ante mis ojos. Su plenitud derramándose en las espaldas de la brisa era como una señal de que mi peregrinaje había terminado. Desde aquel día, desde hace veintitrés años yo sé que, suceda lo que suceda, al llegar octubre, esa copa florecerá puntualmente para decirme que la felicidad puede faltar a la cita, que algunos de los seres que amo habrán partido para siempre, que en el espejo el tiempo me dirá los argumentos del desgaste. Pero me queda la certeza de que, cada primavera, esa copa se desplegará para mí una vez más, íntima y voluptuosa. Y, durante un hechizado lapso, mi corazón castigado por la ausencia y la nostalgia volverá a incorporarse y lo rozará una vibración de eternidad.


viernes, 11 de septiembre de 2009

Caná



Uno de los episodios que más me gustaban de los Evangelios era el de las Bodas de Caná. Jesús aún no comenzaba su vida pública y María lo lleva con ella a una boda de amigos. Pasan algunas horas y dice a su hijo: “Mira, Jesús”, “se les ha acabado el vino”. Pero los hijos, aun siendo el mismísmo Dios, son rebeldes y reivindican su independencia. “Mujer”, dice él; “qué se nos da a ti y a mí” y también le dice que aún no ha llegado su hora. María no se deja arredrar así como así. Si bien aún no es la hora de los milagros de su hijo, llama a los servidores y les aconseja hacer todo los que él les diga. Ellos le traen unas tinajas y Jesús, que ama a su madre, les aconseja llenarlas con agua. Entonces ésta, por su divino don, es transformada en vino. Los invitados suspiran aliviados. El maestresala felicita al dueño de la fiesta por dejar para el final el vino de mejor calidad, algo inusual. María mira a su hijo con orgullo no disimulado. También con gratitud.
Se me ocurre que todos tenemos un episodio así. Un suceso que haya significado algo semejante en nuestra vida, cuando nos sentimos desterrados de la tierra. Esa sensación la tuve con mayor fuerza que nunca en los comienzos del exilio. Aquellos primeros meses en nuestro recién arrendado departamento de Quito eran duros. Estaba ubicado en la planta baja de la casa del dueño, a la que se llegaba subiendo una escalera desde el patio, que compartíamos. En ese patio mi hija jugaba por las mañanas a pesar de los cuatro gallos de riña que criaba el dueño, un reconocido abogado, atados uno a cada extremo del patio. No podía privar a mi niña de jugar, así que mi vigilancia se redoblaba ante esos seres entrenados para ocasionar daño.
Las tardes de Quito eran melancólicas. A las seis caía la noche, pues allí no existe ese bello instante del día que llamamos crepúsculo. Entonces yo me sentaba en una silla hamaca de cuero, uno de los pocos muebles con que contaba nuestro living y miraba por el ventanal encenderse las laderas del Pichincha, como si una mano invisible lo estuviera adornando. Miraba las luces que titilaban a lo lejos pensando qué clase de vida llevaría la gente que ocupaba aquellas viviendas. El extrañamiento me invadía. También el frío. A veces, para mitigarlo, me ponía a bailar, como me enseñara Susana, mi profesora de expresión corporal allá en Buenos Aires, aunque no tuviera música para acompañarme. El living contaba con una chimenea. Y en el hueco debajo de la escalera yo había descubierto mucha leña apilada. Pero no tenía idea de cómo se encendía. Probé de todas las maneras. Fue inútil. Los leños se resistían y ni una chispa salía de ellos, así es que renuncié a mi empresa. Hasta que un día llegó Elba. Era una mujer joven y morena, de larga cabellera ondulada y una voz suave y acariciadora, que conquistaron en un segundo a mi hija, a quien yo había contratado para que cuidara. Fue una de esas tardes en que se me ocurrió que, indígena oriunda de Loja, tal ella tuviera esa innata sabiduría que llevó a sus antepasados a proveerse de fuego y que aún serían duchos en ese arte que mi corteza de civilizada me negaba. En pocos minutos contemplé azorada aquellas llamas que surgían imparables y que llenaron el ámbito de un nuevo calor. Me tiré en el suelo como un gato, mi hija abrazada a mis piernas y ambas, como los primeros hombres y mujeres de la tierra, contemplamos extasiadas aquel corazón ardiente que nos calentaba no sólo el cuerpo sino también el alma. Aquel vino que se derramó por la tarde y que la tornó ebria y dichosa. Largo rato estuve entretenida en esa danza que dibujaba extrañas figuras y que parecía un sol al que de pronto le hubiesen crecido alas. Aquel fuego que, como el agua convertida en vino, se desperezaba en ese acotado espacio y me hablaba en un lenguaje brillante pero a la vez opaco. Me hubiera quedado todo el día a su lado. Era mi vida, alejada y sola, que se llenaba de un enorme resplandor sagrado. El tiempo quedaba, por un momento, mágicamente abolido. Yo ya no era una extranjera sino una vestal, cuidadora del fuego eterno. Y la obradora del milagro era esa humilde muchacha de Loja. Aquel día yo tuve también mis bodas de Caná.