miércoles, 9 de diciembre de 2009

Las sombras y las luces



Sí. No va a ser fácil empezar a contar todo aquello. Eran las sombras y las luces. Tal vez esto sea la primera imagen, el hilo que me guiará por el laberinto de la memoria. Aquella casa en donde la luz fue mi primer contacto con el mundo, mi interminable asombro. Y también las sombras. La sombra fresca del zaguán en el verano, por el que se accedía al patio. Puedo ver aún el dibujo de las baldosas, las dos enredaderas que cubrían sus paredes. El jardín y la enamorada del muro. Al lado del jazmín pasé muchas horas de encantamiento más tarde, zambullida en mis lecturas. Estaba también la fuente. Pero la fuente vino después. Creo que la mandó a construir mi padre en una época en que pensaban reformar la casa y convertir en realidad el viejo sueño de mi madre, de transformar el patio en una especie de jardín de invierno. Sin embargo aquello nunca se cumplió. Cada vez que mamá decía: "Debemos cerrar este patio", "para qué si ya nos vamos a ir de este pueblo", le contestaba papá. Así quedaría hasta que dejáramos la casa. A aquel primer patio daban casi todas las piezas, a excepción del consultorio, que se abría al zaguán y la nuestra, que daba al segundo patio. En la salita, contigua al consultorio, se amontonaban el piano, los sillones Luis XV de la abuela forrados de pana azul, las bibliotecas, el tocadiscos. La biblioteca era mi lugar preferido. Muchas veces interrumpía mis juegos para ir a mirar aquellos libros - como si con sólo eso me pudiese enterar de su contenido – cuyos títulos me resultaban extraños e indescifrables. Los miraba con una curiosidad no exenta de embeleso. Muchos años más tarde estoy escribiendo, sola, en el estudio de abogado de mi hermano. El silencio es a veces agobiante, pero al levantar la vista y encontrarme con los títulos y colores conocidos, toda la ansiedad desaparece.
Mamá me contaba que aquella casa había sido el estudio de su padre. Todas las habitaciones estaban abarrotadas de estanterías. Abogado brillante tu abuelo, me decía. Era un campesino. Había nacido en Renca y rindió en un año toda la primaria y la secundaria. Yo espiaba su retrato con admiración y escrutaba en aquellos ojos que tenían un no sé qué de traviesos el secreto de su inteligencia. Murió a los treinta y tres años, decía, mamá, de reumatismo. Toda mi infancia transcurrió a la sombra de aquella historia trágica. Mi abuelo muerto cuando mamá tenía apenas dos años, mi abuela joven decidida a pelear con la vida para sacar a flote a sus cinco hijos.

El campo de nuestros juegos era el segundo patio. Allí, debajo del parral, armábamos la farmacia con los remedios viejos de papá. La higuera cobijaba las hamacas. Mi hermana y yo pasábamos horas columpiándonos, cada una en la suya. Teníamos bastantes amigas, entonces. Pero era cuando llegaban mis amigas que jugábamos todas. A las de Florencia yo las consideraba demasiado chicas para intimar con ellas. Mi amiga del alma era Lucía. Una tarde en que yo, de dos años, jugaba con mis primas mayores en la plaza, las abandoné de pronto para correr en pos de una niña que pasaba con su madre para traerla después de la mano adonde estábamos nosotras. Desde ese día fuimos inseparables. Era amiga de las dos. De Florencia y mía.
Si mi casa era grande, la de Lucía lo era aún más. A mí se me antojaba el castillo de los sueños, con aquel segundo patio que parecía un bosque, los pimientos, las retamas que eran como estrellas amarillas, la acequia. Cada una reinaba sobre un árbol y desde su copa nos comunicábamos con teléfonos fabricados según el modelo del Tesoro de la Juventud. Lo que más me gustaba era la bohardilla. Estaba ubicada en el primer patio y se accedía a ella por una escalera. La baranda la usábamos de tobogán para bajar al patio. La luz se colaba por una pequeña ventana que daba a la calle. Había allí un enorme ropero de tres lunas en donde nos dábamos verdaderos atracones con las revistas allí arrumbadas y que pertenecían a Jorge, el hermano de Lucía que estaba en Buenos Aires, en el Colegio Naval. Alguna vez lo veía a Jorge, cuando llegaba de visita a la casa, rubio y reluciente en su uniforme azul con botones y charreteras doradas. Llegaba con una novia muy bella de Buenos Aires. Una tarde los sorprendí besándose en el patio y sentí un escozor muy raro, pero no en el cuerpo sino más adentro. Como algo a lo que yo no tenía derecho aún. Me preguntaba si alguna vez ese momento en que alguien se inclinara hacia mí y buscara mis labios llegaría para mí. En la bohardilla también nos desnudábamos y jugábamos al médico. A veces experimentaba sensaciones que, en ese mundo donde todo tenía un nombre, yo no hubiera podido definir.
Lo más divertido era el verano. En los días de mucho calor el enorme patio de baldosas, rodeado de dos galerías, se llenaba con el agua que proveían dos canillas. En bombachas, nos bañábamos allí cual si fuera la más lujosa piscina.
La escuela interrumpió mis aprendizajes. Fue como si el mundo dejara de pertenecerme, con aquella interferencia de maestras, deberes para la casa, admoniciones. La voz exterior superponiéndose siempre a mis voces interiores. Creo que de allí proviene el extrañamiento que siempre me invade en presencia de otras personas. Tenía una compañera, cuyo apellido era, como el mío, de origen ruso. En una ocasión la maestra llamó su atención. Mirando a la clase, a la que convirtió en su cómplice, le espetó: “¿Cómo pedirle buen comportamiento a una hija de rusos?” No les conté esto a mis padres, pero creo que a partir de entonces comencé a conocer que yo era diferente. Pero me resultaba por demás difícil conciliar aquel apelativo dicho en voz tan descalificadora, con la figura de mi padre, ese hombre de ojos celestes y piel blanca, que interrumpía nuestros juegos para besarnos con fruición. O tal vez lo de pelearse con mamá le vendría, pensaba yo, por su condición de ruso, porque parecía que ése era el origen de todos los males. Por que discutían mucho, él y mi madre. Casi siempre por dinero. Mi madre decía que no le alcanzaba y a veces sustraía de su bolsillo algún billete, lo que provocaba la reacción inmediata de mi padre. También por comida. A mi padre no le gustaba cómo mi madre cocinaba. Creo que ella era muy ahorrativa y compraba carne más barata para guardarse el vuelto y con eso encargarnos a Harrods o Gath y Chaves aquellos vestidos que llamaban la atención del pueblo y que nos ponía, a mí y a mi hermana Florencia, sobre dos o tres enaguas almidonadas. Aquellas peleas me marcaron. Yo sentía que caminaba por la vida bajo la carga de aquel secreto “a voces”, ya que, pueblo chico, en San Cosme se sabía y se comentaba todo.
Había poco silencio en mi casa, ya sea por las discusiones de ellos o por el barullo de mis hermanos, ya que a Florencia vino a sumarse mi hermano Edgardo. Yo buscaba siempre un refugio tranquilo para poder estar a solas con mis lecturas. Porque, desde que aprendí a leer, fui una ávida lectora. Mis padres vigilaban bastante los libros que caían en mis manos, o era yo misma quien, obedientemente, les preguntaba si tal o cual libro era para mí. El que más me impresionaba era Corazón. Lo leía una y otra vez y siempre sollozaba con el mismo desconsuelo, sobre todo con aquellos cuentos: De los Apeninos a los Andes, o Naufragio, que me sabía casi de memoria. Mis padres resolvieron cortar por lo sano aquel llanto desesperado y me escondieron el libro. A mí no me dijeron nada, pero nunca más pude encontrarlo.

Sonia, con la que trabé amistad desde el primer día de clases, esa amistad que duró lo que tarda en llegar la juventud, me llevó a la Biblioteca Pública que quedaba cerca de su casa. “Te prestan tres libros para que te lleves a tu casa. Puedes quedarte con ellos una semana". Yo no salía del asombro de que semejante fortuna me sucediera. “¿Lo decís en serio?” pregunté, los ojos saliéndoseme de las órbitas. Sonia me tomó de la mano y me condujo por aquella sala rectangular cuyos muros se veían cubiertos de estanterías y a cuyas mesas los niños leían absortos y silenciosos. Nos paramos junto al escritorio de la bibliotecaria, auroleada de la misma luz que se me antojaba tenían los santos, pues me abría las puertas de ese cielo que para mí constituiría la lectura durante toda mi vida. Fue ella la Ariadna que, a lo largo de aquellos años, me guió por ese laberinto de títulos que mi ávida mente infantil no hubiera podido tal vez recorrer sola. Salgari, Julio Verne, Stevenson, fueron leídos y releídos en aquellas encuadernaciones de la Editorial Sopena que a veces encuentro en algún parque o en una de esas librerías de viejo y contemplo con tristeza y nostalgia. También, en mi casa, estaban los veinte tomos del Tesoro de la Juventud que pertenecieran a mi abuela. Me zambullía ávidamente en el Libro de Narraciones Interesantes o en el de Hechos Heroicos. También me quedaba horas contemplando aquellas imágenes, las más en blanco y negro, y muy de tanto alguna en color. Había sobre todo una que me dejaba pensativa y maravillada. Consistía en una niña más o menos de mi edad, sentada en un prado. Los rizos color miel asomaban de su cabeza cubierta con una cofia blanca ajustada al cuello por unas cintas rosas que parecían agitarse a la luz mañanera. Aprendí de memoria, de tanto leerla, aquella inscripción al pie de la imagen: “El mundo era mío/ en él yo reinaba./ Por mí las abejas alegres zumbaban / y las golondrinas movían sus alas” y luego el nombre del autor: Robert Luis Stevenson. Es que yo me sentía la reina de ese mundo en el que me movía. Sólo que no podía entender que la niña hablara en pasado pues entonces para mí la vida era un presente eterno.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Ivonne y la lluvia



"Canonicemos a las putas" Así se titula uno de los poemas del conocido escritor chiapaneco Jaime Sabines. Todos los días, cuando tomo el colectivo que me llevará de regreso del trabajo, atravieso la calle Moreno, arteria tradicional de las putas. No puedo dejar de observarlas, con sus jeans ajustados y sus tacos altísimos, sus senos generosos desbordando las blusas. Nunca he visto que un auto parara por alguna. A veces, en el recorrido, descubro a dos trabadas en una conversación y me digo que seguramente la charla aliviará esa tediosa espera o que tal vez se cuenten de sus hijos, de que alguno de ellos cayó enfermo y ellas no lo pueden cuidar, o que al último cliente le falló el preservativo y entonces la espada de Damocles de un embarazo. Lo terrible son los días de invierno, en que también están allí, descubiertas y ofrecidas, aparentando que el frío no las roza.
Una noche del verano pasado yo volvía, en medio de un aguacero torrencial, de casa de mi amiga Lucy. Obediente a su pedido, llevé mi nueva guitarra envuelta en una precaria funda. Luego de pasar la noche entre vinos y cantos, se desplomó el aguacero. Esperé largo rato y, al ver que no tenía miras de amainar, decidí partir. Ni señales de taxi en las calles anegadas, donde el agua se asemejaba a las crecientes del río Paraná, ésas que inspiraron a Teresa Parodi su canción "Apurate José", que acababa de cantar ante mi auditorio. Mis sandalias estaban ya deshechas y en medio de la avenida luchaba infructuosamente con la corriente tratando de llegar a la otra orilla. Me aterraba el pensamiento de caer en algún pozo o pisar unn invisible cable y caer electrocutada. De pronto la vi. Estaba en la esquina inalcanzable. Desesperada le tendí mi mano, pidiéndole ayuda. Ella me alargó la suya y así pude alcanzar el destino. Luego nos resguardamos juntas en el toldo de un negocio. Entonces la miré. Era una travesti. Su pelo rubio estaba recogido prolijamente en un broche y grandes aros de plata daban marco a ese rostro de una belleza enigmática. Sus labios de una insinuante sensualidad se distendieron en una sonrisa compasiva al ver mi ropa empapada, mi peinado desaparecido. Como yo tiritaba de frio, se sacó su chal de un celeste brilloso y me lo echó sobre los hombros. Le pregunté su nombre: "Ivonne", me informó. Yo le dí el mío. Largo rato estuvimos charlando de esa horrible lluvia, de si la guitarra estaría o no a salvo, de. Cuando amainó y decidi seguir viaje, me saqué el chal y quise devolvérselo. Se negó rotundamente. Al despedirnos la besé en las dos mejillas. Tenía razón Sabines. Canonicemos a las putas.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Paciencia




"Ocuparse del mundo exige mucha paciencia", dice Clarice Lispector. Entonces me doy cuenta de que, casi sin tomar conciencia de ello, yo la pongo en práctica cada año. Mi alma y mi cuerpo esperan dóciles ese acontecimiento que se repite infaliblemente y que les da una cierta sensación de permanencia en medio de la obstinada fugacidad de las cosas. Y es la seguridad de que, luego de atravesar el largo túnel del invierno, nada impedirá a mi jacarandá volver a florecer.
Con quien por ese tiempo era mi compañero, buscábamos departamento. "Será tuyo", me decía, conscientes ambos de que ya no seguiríamos juntos. Entramos - buscando algo que se acomodara a nuestro no muy holgado presupuesto - en sórdidas covachas, en huecos donde la luz brillaba pero por su ausencia, en dormitorios del tamaño de un grano de maíz. Desilusionados y exhaustos, él me abandonó a la suerte de continuar sola en aquel incierto derrotero. Una tarde llegué. Entre los requisitos para ocupar una vivienda, el lujo no ha sido una de mis prioridades. Sólo luz y espacio para mis libros. La dueña abrió la puerta del departamento de la calle Boedo aquella siesta de octubre y un chorro de claridad me invadió como un baño de agua fresca. Pero la fiesta ocurrió cuando me asomé al balcón. Allí, unos metros más abajo, un jacarandá se desplegaba ante mis ojos. Su plenitud derramándose en las espaldas de la brisa era como una señal de que mi peregrinaje había terminado. Desde aquel día, desde hace veintitrés años yo sé que, suceda lo que suceda, al llegar octubre, esa copa florecerá puntualmente para decirme que la felicidad puede faltar a la cita, que algunos de los seres que amo habrán partido para siempre, que en el espejo el tiempo me dirá los argumentos del desgaste. Pero me queda la certeza de que, cada primavera, esa copa se desplegará para mí una vez más, íntima y voluptuosa. Y, durante un hechizado lapso, mi corazón castigado por la ausencia y la nostalgia volverá a incorporarse y lo rozará una vibración de eternidad.


viernes, 11 de septiembre de 2009

Caná



Uno de los episodios que más me gustaban de los Evangelios era el de las Bodas de Caná. Jesús aún no comenzaba su vida pública y María lo lleva con ella a una boda de amigos. Pasan algunas horas y dice a su hijo: “Mira, Jesús”, “se les ha acabado el vino”. Pero los hijos, aun siendo el mismísmo Dios, son rebeldes y reivindican su independencia. “Mujer”, dice él; “qué se nos da a ti y a mí” y también le dice que aún no ha llegado su hora. María no se deja arredrar así como así. Si bien aún no es la hora de los milagros de su hijo, llama a los servidores y les aconseja hacer todo los que él les diga. Ellos le traen unas tinajas y Jesús, que ama a su madre, les aconseja llenarlas con agua. Entonces ésta, por su divino don, es transformada en vino. Los invitados suspiran aliviados. El maestresala felicita al dueño de la fiesta por dejar para el final el vino de mejor calidad, algo inusual. María mira a su hijo con orgullo no disimulado. También con gratitud.
Se me ocurre que todos tenemos un episodio así. Un suceso que haya significado algo semejante en nuestra vida, cuando nos sentimos desterrados de la tierra. Esa sensación la tuve con mayor fuerza que nunca en los comienzos del exilio. Aquellos primeros meses en nuestro recién arrendado departamento de Quito eran duros. Estaba ubicado en la planta baja de la casa del dueño, a la que se llegaba subiendo una escalera desde el patio, que compartíamos. En ese patio mi hija jugaba por las mañanas a pesar de los cuatro gallos de riña que criaba el dueño, un reconocido abogado, atados uno a cada extremo del patio. No podía privar a mi niña de jugar, así que mi vigilancia se redoblaba ante esos seres entrenados para ocasionar daño.
Las tardes de Quito eran melancólicas. A las seis caía la noche, pues allí no existe ese bello instante del día que llamamos crepúsculo. Entonces yo me sentaba en una silla hamaca de cuero, uno de los pocos muebles con que contaba nuestro living y miraba por el ventanal encenderse las laderas del Pichincha, como si una mano invisible lo estuviera adornando. Miraba las luces que titilaban a lo lejos pensando qué clase de vida llevaría la gente que ocupaba aquellas viviendas. El extrañamiento me invadía. También el frío. A veces, para mitigarlo, me ponía a bailar, como me enseñara Susana, mi profesora de expresión corporal allá en Buenos Aires, aunque no tuviera música para acompañarme. El living contaba con una chimenea. Y en el hueco debajo de la escalera yo había descubierto mucha leña apilada. Pero no tenía idea de cómo se encendía. Probé de todas las maneras. Fue inútil. Los leños se resistían y ni una chispa salía de ellos, así es que renuncié a mi empresa. Hasta que un día llegó Elba. Era una mujer joven y morena, de larga cabellera ondulada y una voz suave y acariciadora, que conquistaron en un segundo a mi hija, a quien yo había contratado para que cuidara. Fue una de esas tardes en que se me ocurrió que, indígena oriunda de Loja, tal ella tuviera esa innata sabiduría que llevó a sus antepasados a proveerse de fuego y que aún serían duchos en ese arte que mi corteza de civilizada me negaba. En pocos minutos contemplé azorada aquellas llamas que surgían imparables y que llenaron el ámbito de un nuevo calor. Me tiré en el suelo como un gato, mi hija abrazada a mis piernas y ambas, como los primeros hombres y mujeres de la tierra, contemplamos extasiadas aquel corazón ardiente que nos calentaba no sólo el cuerpo sino también el alma. Aquel vino que se derramó por la tarde y que la tornó ebria y dichosa. Largo rato estuve entretenida en esa danza que dibujaba extrañas figuras y que parecía un sol al que de pronto le hubiesen crecido alas. Aquel fuego que, como el agua convertida en vino, se desperezaba en ese acotado espacio y me hablaba en un lenguaje brillante pero a la vez opaco. Me hubiera quedado todo el día a su lado. Era mi vida, alejada y sola, que se llenaba de un enorme resplandor sagrado. El tiempo quedaba, por un momento, mágicamente abolido. Yo ya no era una extranjera sino una vestal, cuidadora del fuego eterno. Y la obradora del milagro era esa humilde muchacha de Loja. Aquel día yo tuve también mis bodas de Caná.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Resplandor del mundo



De vez en cuando la vida me toca con su varita mágica. Es enero, el calor de Buenos Aires agobiante y de pronto, no sé por cuál milagro, me encuentro en El Trapiche. Allí, amparada en la casa de mi tío Cototo, donde tantas veces fui en los veranos de la infancia, está mi prima Margarita. Algún día hablaré de esa casa. Pero ahora quiero contar otra cosa. Quiero contar que es de mañana y que anuncio a mi prima que salgo a caminar. El deslumbramiento me invade apenas traspaso la tranquera. Tomo por el callejón que conduce al río. Mi corazón palpita con celeridad. Allí voy, por entre ramas de luz y sombra. Transparente y tenaz, el río aparece ante mis ojos y lo miro mientras lo atravieso por el vado. Las piedras del fondo, distintas cada una, como si un invisible escultor se hubiera entretenido milenios en fabricarlas nada más que a ellas. En hacerlas diferentes aun cuando nadie se detenga a mirarlas. Las hay negras con pequeños lunares blancos, las hay de un blanco transparente, otras son humildes y grises, como un sayo de monje. No resisto a la tentación de tomar alguna y echarla a mi bolso, pero sé que es en vano, que con ello no lograré aprisionar el agua ni el instante. Subo la cuesta que da una vuelta en redondo y es otra vez el río. Antes he pasado por una casa de ladrillos. Cerrada y silenciosa, pienso cuál será su destino actual. Porque antes era La Estafeta. Aquella estafeta era el último tramo de nuestras cabalgatas. Allí íbamos todas, desesperadas por comprobar que alguien se acordó de nosotras enviándonos una carta. La encargada iba cantando los nombres y la mayoría de las veces la decepción de no estar entre ellos me dejaba melancólica y frustrada. Mis primas, que vivían en Buenos Aires, eran premiadas con un fajo de hasta seis o siete cartas. Les escribían sus amigas, algún novio, su madre. Como yo vivía en San Luis, nadie se dedicaba a enviarme ninguna. Es que estaba demasiado cerca y al alcance de la mano. Tal vez alguna de mamá. Pero nada más.
Trémula y palpitante, llego otra vez al río que, como yo, ha dado una vuelta completa y ahora debo cruzarlo nuevamente para acceder a lo que llamo “Mi Paraíso”. Y me vienen a la mente aquellos versos de Agüero: Diez años hace, mucho tiempo, tanto/ que en dicho plazo la niñez culmina/ que no venía a respirar encanto, ni olor de luz, ni la raíz del canto/ al amor de esta plácida colina. No sé cuántos años. Mucho más de diez. La niñez culminó y también la adolescencia y para qué decir la juventud. Pero aún estamos, en esa raíz. Debo cruzar nuevamente el río. Esta vez por unos mojones de cemento, pues al antiguo puente colgante se lo llevó la inundación. Mis pasos se apresuran, como al encuentro con un amante: he divisado ya la entrada de ese callejón por donde me internaré. Una o dos casas, adormecidas aún en el sueño y luego, cuesta arriba del camino y también de mi sangre, voy entrando en una campana de luz y de sonidos que se despliega para mis ojos, únicos en gozarlos y contemplarlos. Porque allí no hay nadie. Y cómo agradezco que ni el progreso ni los autos hayan descubierto aún este rincón. El sendero se estrecha cada vez más. Busco el algarrobo. Hay muchos dispersos por ahí. Las cortaderas se alzan, como acariciadoras nodrizas. Se me antojan niñas encantadas que se abrigan así, en ese silencio manso a la espera de que venga el príncipe a desencantarlas. Este verano un trino me detuvo. No es que no haya pájaros. Los veo todo el tiempo. Volando, posándose en las ramas. Pero este trino sale insistente y clamoroso. Levanto entonces los ojos y compruebo que es un zorzal. Su cabeza erguida para lanzar su canto al aire que, a cada vibración de esa flecha sonora, parece tornarse más cálido. Las hojas se vuelven también más brillantes y, dentro de mí, algo dormido vuelve a incorporarse. Esa columna de sonido me acompaña hasta encontrar a mi algarrobo. Lo saludo, abro mis brazos y abarco su tronco, en un rito secreto. Luego me siento largo rato a su sombra. Nada importa ya. Sólo nosotros dos, en la calma enamorada.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Otras tardes, otras lluvias







Peto, 22 de agosto, miércoles- 1979

Hace tiempo que no retomo este diario. Es que en la rutina no me dan ganas de escribirlo, como si en ella no hubiese nada digno de contarse. En realidad, nuestra vida en México es bastante árida. Mi vida transcurre en la monotonía del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Y en el trabajo tampoco hay nada digno de ser remarcado. En ese sentido lo envidio a Adolfo, cuya actividad lo apasiona y le permite viajar, conocer personas y lugares. Ahora, por ejemplo, ha debido venir a Yucatán y nosotros (María del Sol y yo) lo hemos acompañado. Al llegar me impresiona su ambiente provinciano, esa somnolencia veraniega que tanto he experimentado en San Luis. Las casas son bajas, coloniales, con ventanas enrejadas.
A María del Sol le llaman la atención los coches tirados por un caballo que se usan, además del auto, como medios de transporte. A mí me trasladan de nuevo a la infancia. Hace mucho calor y en la pieza del hotel prendemos el ventilador de grandes aspas que cuelga del techo. Al día siguiente salimos temprano a Uxmal. Allí veo el Templo del Adivino, al que no me animo a subir por terror al vértigo. Visitamos también el Templo de las Monjas, con columnatas y el típico arco Maya. Tiene frisos de un barroquismo increíble que parecen hechos por los españoles, tanta es la coincidencia de estilos. El calor es tórrido y debemos hidratarnos con refrescos. Yo transpiro a mares. Seguimos viendo las siguientes pirámides, cuyo nombre no recuerdo. A la salida, una pareja de italianos nos acerca a Kabah. Son simpáticos, pero poco nos entendemos pues, si bien yo capto el italiano, Adolfo se empeña en hablar en inglés y me quedo fuera. También allí están los mascarones al dios de la lluvia, Chac, con su gran nariz ganchuda, la piedra labrada. Nos internamos por un pequeño sendero bordeado de árboles que conducen a otras ruinas y a un pequeño cenote. Regresamos con lluvia y hambre. Comemos cerca de la terminal, pero las calles parecen ríos y hay que ir buscando los lugares por donde cruzar. En ocasiones debemos descalzarnos. Nos dicen que esto se debe a que la ciudad no tiene desagües. El domingo partimos a Celestum. El camino es precioso, lleno de vegetación, hequenales y maizales. Chozas al estilo maya, de adobe con techo de paja de dos aguas, en un rectángulo de bordes redondeados en la parte inferior. Los pueblos del camino también me atraen con su calma bucólica, sus grandes árboles. Celestum es un pueblo de pescadores, casi no hay turistas. Caminando por la playa se ven incontables barcos que por la noche se harán a la mar. El mar. Vuelvo a encontrar su misterio, el olor a sal, ese tiempo amontonado, como diría Neruda, tan cercano a lo eterno. Nadamos, nos asoleamos. Volvemos saludables y cansados. Ayer lunes partimos a Valladolid, no sin antes admirar de nuevo la plaza de Mérida con sus grandes laureles. Enfrente, la casa de Montejo, el conquistador, de puro estilo plateresco, con su escudo en cada ventana, lo que revela su egolatría. Nos dicen que allí viven sus descendientes y que, durante algunas horas, está abierta al público. Me detengo en Chichén Itzá, pero el sol es muy fuerte y no aprovecho como debiera. Subo con Sol a la pirámide de Kukulkán, que quiere decir serpiente emplumada. En su base la plaza de las mil columnas, que semejan centinelas en esa soledad de piedra. Estas ruinas muestran ya la influencia tolteca. Subimos también al Templo de los Guerreros con sus enormes cabezas de serpientes, sus altas columnas. Me impresiona el juego de pelota y al fondo el imponente cenote en donde los Mayas arrojaban a sus víctimas al dios de la lluvia. Del otro lado del camino se halla el Observatorio en forma de caracol, donde llevaban a cabo sus observaciones astronómicas. El jaguar se ve en esculturas y grabados. Llegamos a Valladolid. Allí nos espera Adolfo y nos quedamos un día hasta salir rumbo a Peto, ayer por la mañana. Este Centro Coordinador, perdido en el camino, es un casco de estancia, con enormes patios sombreados de árboles y una casa señorial con capilla y todo. Me siento bien y contenta, aunque el cansancio me atrapa y tengo un mal momento con Adolfo. Hace, como en todos estos lados, mucho calor. Comienzo a relajarme en el crepúsculo, en el que me reencuentro con su serenidad, la calma violeta de Juan Ramón Jiménez. Día casi perdido para la lectura pero fecundo en cuanto a retomar el contacto con mi intimidad.
Hoy miércoles Adolfo va a Sututa. Prefiero quedarme a leer, escribir cartas, pensar. María del Sol ha encontrado unos niños con los que juega todo el tiempo. Se la ve feliz. Paso la mañana escribiendo cartas. Releo también La muerte de Artemio Cruz. A la hora de almorzar nos pasa a buscar el Director del Centro, un tipo de treinta años, de una simpatía atrapadora. Conversamos de literatura, de su hijo. Me siento a gusto a su lado. Camina con muletas a causa de que un árbol le cayera encima mientras iba en auto, lo que le destrozó la columna. Ha tenido un sin fin de operaciones, pero transmite un gran optimismo y en ningún momento se lo siente un impedido. Por la siesta me encierro a escribir este diario. El calor es sofocante.

Más tarde

Empieza a llover y refresca. Desde mi pieza, veo caer la lluvia sobre los árboles. El ruido de las hojas que mueve el viento. Me vienen a la memoria aquellos versos del El “Salmo pluvial”: “Saltó la alegre lluvia por taludes y cauces…/Delicia de los árboles que abrevó el aguacero/ delicia de los gárrulos racimos en desliz / cristalina delicia del trino del jilguero / delicia serenísima de la tarde feliz. Me gusta esta lluvia que transfigura la tarde.



Fragmentos de un diario




María del Sol

México, 15 de junio de 1982- Noche

María del Sol baila antes de cenar. Se mueve con mucha gracia, inventa figuras. Me recuerda mi adolescencia, cuando yo bailaba sola en la salita de mi casa y mis hermanos me espiaban detrás de la puerta. Esta niña me devuelve mi juventud, reverdezco en ella. Es, además, tan tierna y sensible. Esta mañana me decía: "Me gustaría ayudar a los niños pobres. No quiero que sufran". Por la noche se duerme abrazada a su libro de misa. "Te presento a Diosito", me dice. Ángel mío. Ruego por tu futuro. El corazón se me estruja cuando veo en qué mundo te toca vivir. Pero voy a crear una isla para ti: una isla de amor, poesía, armonía. Ojalá pudiera. Ojalá mis nervios ya no me traicionaran y pudiera ser serena, magnánima. Ojalá supiera olvidar, perdonar con mayor facilidad. Quisiera que seas feliz. Que sientas que te quiero con todas mis fuerzas.

Fragmentos de un Diario

viernes, 4 de septiembre de 2009

El escritorio- Paulina Movsichoff




Era para mí el lugar más fascinante de la casa. Quizá, entre otras cosas, porque nos estuviera vedado. De allí que aguardara ansiosamente el momento en que mis padres debían salir, para abalanzarme a aquellas estanterías donde se veían aquellas interminables hileras de libros. Alí estaban Tolstoi, Dostoievsky, Víctor Hugo y tantos otros. Creo que por esa época se despertó mi voracidad de lectora. Pero no eran solamente los libros. Estaba también el escritorio. Aquello que mamá llamaba "el caos", era para mí el reino encantado de todas las sorpresas. Me pasaba horas fisgoneando en los cajones, todos sin llave. Allí había de todo, boletas electorales, linternas pequeñas para detectar anginas, anteojos viejos, boletas electorales con el nombre de mi padre. La mesa era de una madera cualquiera, con el lustre ya deteriorado por los años. Un tintero de ónix, rematado en un águila de bronce en actitud de vuelo, le daba una misteriosa majestuosidad. En el centro, una raída carpeta de cuero negro, guardaba en su interior innumerables fotografías. Al mirarlas, mi interés decaía: eran todas de señores desconocidos. Una, sin embargo, despertaba mi curiosidad: sentado en un sillón, rodeado de hombres jóvenes como él, se veía a mi padre con una venda que le daba vueltas por la cabeza y la frente. Un día no pude contenerme y le pregunté si alguna vez lo habían operado de la cabeza. Me miró, intrigado, y luego se rió, comprendiendo: "Me hirieron en una acto, mientras hablaba", dijo. Entonces comenzaba a recordar su juventud, el fervor por la causa política que desde entonces abrazaba.
A un costado de la mesa podían verse, apiladas, algunas revistas de medicina. Recuerdo particularmente aquélla cuyas hojas eran de papel celofán. Al abrirla, se veía la totalidad del cuerpo humano. Recorriendo sus páginas se encontraban, ubicados de modo de llegar a ese resultado, cada uno de los órganos que lo componen. Aquel viaje por vísceras y arterias era tan fascinante como uno de los imaginados por Julio Verne. Varias carpetas ocupaban el otro extremo. Se trataba de las conferencias que mi padre había pronunciado. Por último, en letra ininteligible, el manuscrito del libro que escribía en noches interminables.
Muchos años me separan de aquel escritorio y aquellos libros. Sin embargo, cuando la vida pesa, me refugio en el recuerdo de aquel ámbito silencioso y único, en donde mi fantasía de niña encontró un cauce para todo lo que ahora la apasiona.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Alegría- Paulina Movsichoff





Alegría es como la tristeza que de pronto se pone a bailar. Por que sí. Porque le enseñaron a ser tristeza y se cansó de serlo. O como cuando de niña miraba el cielo de San Luis y preguntaba si habría lugar para una estrella más. De repente veía que una de ellas se deslizaba, rauda, por esa planicie aterciopelada y oscura. “Se ha caído un estrella”, decía alguien. Y yo pensaba que a lo mejor se cayó en una de esas quebradas del campo, tan penumbrosas y húmedas. Me gustaba pensar que a lo mejor a la mañana siguiente la encontraría asustada, como un pájaro herido. Entonces me prometía tomarla entre mis manos y soplar, para que pudiese volver al cielo. Me la imaginaba yéndose en la luminosidad mañanera, tan leve y frágil como esos panaderos que cruzaban el aire rumbo a quién sabe dónde.
Alegría era también cuando en la infancia llegaban los huéspedes. Mi hermana y yo nos sentábamos en el umbral de nuestra casa, recién bañadas y almidonadas, para ver pasar los coches. Los coches de plaza, como los llamábamos. Bajaban lentos con sus caballos cansinos por el fondo de la calle y traían a los viajeros del “Cuyano” recién llegado de Buenos Aires. Y entonces la sorpresa de que uno de ellos se detuviera ante nuestra puerta. Un grito salía del coche. Era la tía Memo, hermana de mamá, que vivía en Buenos Aires y caía de visita con mi prima Lety. Y luego los abrazos. La fiesta de mirarla abrir las valijas y aspirar el aroma inconfundible, ese perfume que emanaba de su ropa doblada y que era como la prolongación de su persona. Las noticias, la charla despeñándose como una catarata y nosotras sorbiendo sus palabras como un agua fresca que mitigara nuestra sed. Al día siguiente, en la escuela, me daban pena mis amigas que no tenían tías Memos, ni primas que vivieran en Buenos Aires.
Alegría es una pregunta a la que le gusta quedarse en pregunta, porque si le dieran una respuesta el misterio no existiría.
Ahora pienso que la naturaleza de la vida es alegría. Y la tristeza un campo que hace tiempo la lluvia no visita.

lunes, 31 de agosto de 2009

La historia de los días











Escribir así, como al pasar. Tal vez ni un cuento, ni una novela. Sólo la historia de los días. Como mi Diario pero en la compu, y sólo para mí. Para cuando esté en la oficina sin ventana, sin internet, pueda tipear en word. Y luego llegar a casa y pegarlo. Como mirar por la ventana de mí misma, ya que me quitaron las otras. Decir lo que se me venga a la mente, mis anécdotas, mis recuerdos, que ya son tantos. Es decir, experimentar con las palabras, con la escritura, como si recién comenzara. Y tal vez esto sea, por qué no, un comienzo. Un recreo, un re-crearme. Historia de los días sin otra historia que ésta, la aventura de la palabra.