miércoles, 9 de diciembre de 2009

Las sombras y las luces



Sí. No va a ser fácil empezar a contar todo aquello. Eran las sombras y las luces. Tal vez esto sea la primera imagen, el hilo que me guiará por el laberinto de la memoria. Aquella casa en donde la luz fue mi primer contacto con el mundo, mi interminable asombro. Y también las sombras. La sombra fresca del zaguán en el verano, por el que se accedía al patio. Puedo ver aún el dibujo de las baldosas, las dos enredaderas que cubrían sus paredes. El jardín y la enamorada del muro. Al lado del jazmín pasé muchas horas de encantamiento más tarde, zambullida en mis lecturas. Estaba también la fuente. Pero la fuente vino después. Creo que la mandó a construir mi padre en una época en que pensaban reformar la casa y convertir en realidad el viejo sueño de mi madre, de transformar el patio en una especie de jardín de invierno. Sin embargo aquello nunca se cumplió. Cada vez que mamá decía: "Debemos cerrar este patio", "para qué si ya nos vamos a ir de este pueblo", le contestaba papá. Así quedaría hasta que dejáramos la casa. A aquel primer patio daban casi todas las piezas, a excepción del consultorio, que se abría al zaguán y la nuestra, que daba al segundo patio. En la salita, contigua al consultorio, se amontonaban el piano, los sillones Luis XV de la abuela forrados de pana azul, las bibliotecas, el tocadiscos. La biblioteca era mi lugar preferido. Muchas veces interrumpía mis juegos para ir a mirar aquellos libros - como si con sólo eso me pudiese enterar de su contenido – cuyos títulos me resultaban extraños e indescifrables. Los miraba con una curiosidad no exenta de embeleso. Muchos años más tarde estoy escribiendo, sola, en el estudio de abogado de mi hermano. El silencio es a veces agobiante, pero al levantar la vista y encontrarme con los títulos y colores conocidos, toda la ansiedad desaparece.
Mamá me contaba que aquella casa había sido el estudio de su padre. Todas las habitaciones estaban abarrotadas de estanterías. Abogado brillante tu abuelo, me decía. Era un campesino. Había nacido en Renca y rindió en un año toda la primaria y la secundaria. Yo espiaba su retrato con admiración y escrutaba en aquellos ojos que tenían un no sé qué de traviesos el secreto de su inteligencia. Murió a los treinta y tres años, decía, mamá, de reumatismo. Toda mi infancia transcurrió a la sombra de aquella historia trágica. Mi abuelo muerto cuando mamá tenía apenas dos años, mi abuela joven decidida a pelear con la vida para sacar a flote a sus cinco hijos.

El campo de nuestros juegos era el segundo patio. Allí, debajo del parral, armábamos la farmacia con los remedios viejos de papá. La higuera cobijaba las hamacas. Mi hermana y yo pasábamos horas columpiándonos, cada una en la suya. Teníamos bastantes amigas, entonces. Pero era cuando llegaban mis amigas que jugábamos todas. A las de Florencia yo las consideraba demasiado chicas para intimar con ellas. Mi amiga del alma era Lucía. Una tarde en que yo, de dos años, jugaba con mis primas mayores en la plaza, las abandoné de pronto para correr en pos de una niña que pasaba con su madre para traerla después de la mano adonde estábamos nosotras. Desde ese día fuimos inseparables. Era amiga de las dos. De Florencia y mía.
Si mi casa era grande, la de Lucía lo era aún más. A mí se me antojaba el castillo de los sueños, con aquel segundo patio que parecía un bosque, los pimientos, las retamas que eran como estrellas amarillas, la acequia. Cada una reinaba sobre un árbol y desde su copa nos comunicábamos con teléfonos fabricados según el modelo del Tesoro de la Juventud. Lo que más me gustaba era la bohardilla. Estaba ubicada en el primer patio y se accedía a ella por una escalera. La baranda la usábamos de tobogán para bajar al patio. La luz se colaba por una pequeña ventana que daba a la calle. Había allí un enorme ropero de tres lunas en donde nos dábamos verdaderos atracones con las revistas allí arrumbadas y que pertenecían a Jorge, el hermano de Lucía que estaba en Buenos Aires, en el Colegio Naval. Alguna vez lo veía a Jorge, cuando llegaba de visita a la casa, rubio y reluciente en su uniforme azul con botones y charreteras doradas. Llegaba con una novia muy bella de Buenos Aires. Una tarde los sorprendí besándose en el patio y sentí un escozor muy raro, pero no en el cuerpo sino más adentro. Como algo a lo que yo no tenía derecho aún. Me preguntaba si alguna vez ese momento en que alguien se inclinara hacia mí y buscara mis labios llegaría para mí. En la bohardilla también nos desnudábamos y jugábamos al médico. A veces experimentaba sensaciones que, en ese mundo donde todo tenía un nombre, yo no hubiera podido definir.
Lo más divertido era el verano. En los días de mucho calor el enorme patio de baldosas, rodeado de dos galerías, se llenaba con el agua que proveían dos canillas. En bombachas, nos bañábamos allí cual si fuera la más lujosa piscina.
La escuela interrumpió mis aprendizajes. Fue como si el mundo dejara de pertenecerme, con aquella interferencia de maestras, deberes para la casa, admoniciones. La voz exterior superponiéndose siempre a mis voces interiores. Creo que de allí proviene el extrañamiento que siempre me invade en presencia de otras personas. Tenía una compañera, cuyo apellido era, como el mío, de origen ruso. En una ocasión la maestra llamó su atención. Mirando a la clase, a la que convirtió en su cómplice, le espetó: “¿Cómo pedirle buen comportamiento a una hija de rusos?” No les conté esto a mis padres, pero creo que a partir de entonces comencé a conocer que yo era diferente. Pero me resultaba por demás difícil conciliar aquel apelativo dicho en voz tan descalificadora, con la figura de mi padre, ese hombre de ojos celestes y piel blanca, que interrumpía nuestros juegos para besarnos con fruición. O tal vez lo de pelearse con mamá le vendría, pensaba yo, por su condición de ruso, porque parecía que ése era el origen de todos los males. Por que discutían mucho, él y mi madre. Casi siempre por dinero. Mi madre decía que no le alcanzaba y a veces sustraía de su bolsillo algún billete, lo que provocaba la reacción inmediata de mi padre. También por comida. A mi padre no le gustaba cómo mi madre cocinaba. Creo que ella era muy ahorrativa y compraba carne más barata para guardarse el vuelto y con eso encargarnos a Harrods o Gath y Chaves aquellos vestidos que llamaban la atención del pueblo y que nos ponía, a mí y a mi hermana Florencia, sobre dos o tres enaguas almidonadas. Aquellas peleas me marcaron. Yo sentía que caminaba por la vida bajo la carga de aquel secreto “a voces”, ya que, pueblo chico, en San Cosme se sabía y se comentaba todo.
Había poco silencio en mi casa, ya sea por las discusiones de ellos o por el barullo de mis hermanos, ya que a Florencia vino a sumarse mi hermano Edgardo. Yo buscaba siempre un refugio tranquilo para poder estar a solas con mis lecturas. Porque, desde que aprendí a leer, fui una ávida lectora. Mis padres vigilaban bastante los libros que caían en mis manos, o era yo misma quien, obedientemente, les preguntaba si tal o cual libro era para mí. El que más me impresionaba era Corazón. Lo leía una y otra vez y siempre sollozaba con el mismo desconsuelo, sobre todo con aquellos cuentos: De los Apeninos a los Andes, o Naufragio, que me sabía casi de memoria. Mis padres resolvieron cortar por lo sano aquel llanto desesperado y me escondieron el libro. A mí no me dijeron nada, pero nunca más pude encontrarlo.

Sonia, con la que trabé amistad desde el primer día de clases, esa amistad que duró lo que tarda en llegar la juventud, me llevó a la Biblioteca Pública que quedaba cerca de su casa. “Te prestan tres libros para que te lleves a tu casa. Puedes quedarte con ellos una semana". Yo no salía del asombro de que semejante fortuna me sucediera. “¿Lo decís en serio?” pregunté, los ojos saliéndoseme de las órbitas. Sonia me tomó de la mano y me condujo por aquella sala rectangular cuyos muros se veían cubiertos de estanterías y a cuyas mesas los niños leían absortos y silenciosos. Nos paramos junto al escritorio de la bibliotecaria, auroleada de la misma luz que se me antojaba tenían los santos, pues me abría las puertas de ese cielo que para mí constituiría la lectura durante toda mi vida. Fue ella la Ariadna que, a lo largo de aquellos años, me guió por ese laberinto de títulos que mi ávida mente infantil no hubiera podido tal vez recorrer sola. Salgari, Julio Verne, Stevenson, fueron leídos y releídos en aquellas encuadernaciones de la Editorial Sopena que a veces encuentro en algún parque o en una de esas librerías de viejo y contemplo con tristeza y nostalgia. También, en mi casa, estaban los veinte tomos del Tesoro de la Juventud que pertenecieran a mi abuela. Me zambullía ávidamente en el Libro de Narraciones Interesantes o en el de Hechos Heroicos. También me quedaba horas contemplando aquellas imágenes, las más en blanco y negro, y muy de tanto alguna en color. Había sobre todo una que me dejaba pensativa y maravillada. Consistía en una niña más o menos de mi edad, sentada en un prado. Los rizos color miel asomaban de su cabeza cubierta con una cofia blanca ajustada al cuello por unas cintas rosas que parecían agitarse a la luz mañanera. Aprendí de memoria, de tanto leerla, aquella inscripción al pie de la imagen: “El mundo era mío/ en él yo reinaba./ Por mí las abejas alegres zumbaban / y las golondrinas movían sus alas” y luego el nombre del autor: Robert Luis Stevenson. Es que yo me sentía la reina de ese mundo en el que me movía. Sólo que no podía entender que la niña hablara en pasado pues entonces para mí la vida era un presente eterno.