viernes, 4 de septiembre de 2009

El escritorio- Paulina Movsichoff




Era para mí el lugar más fascinante de la casa. Quizá, entre otras cosas, porque nos estuviera vedado. De allí que aguardara ansiosamente el momento en que mis padres debían salir, para abalanzarme a aquellas estanterías donde se veían aquellas interminables hileras de libros. Alí estaban Tolstoi, Dostoievsky, Víctor Hugo y tantos otros. Creo que por esa época se despertó mi voracidad de lectora. Pero no eran solamente los libros. Estaba también el escritorio. Aquello que mamá llamaba "el caos", era para mí el reino encantado de todas las sorpresas. Me pasaba horas fisgoneando en los cajones, todos sin llave. Allí había de todo, boletas electorales, linternas pequeñas para detectar anginas, anteojos viejos, boletas electorales con el nombre de mi padre. La mesa era de una madera cualquiera, con el lustre ya deteriorado por los años. Un tintero de ónix, rematado en un águila de bronce en actitud de vuelo, le daba una misteriosa majestuosidad. En el centro, una raída carpeta de cuero negro, guardaba en su interior innumerables fotografías. Al mirarlas, mi interés decaía: eran todas de señores desconocidos. Una, sin embargo, despertaba mi curiosidad: sentado en un sillón, rodeado de hombres jóvenes como él, se veía a mi padre con una venda que le daba vueltas por la cabeza y la frente. Un día no pude contenerme y le pregunté si alguna vez lo habían operado de la cabeza. Me miró, intrigado, y luego se rió, comprendiendo: "Me hirieron en una acto, mientras hablaba", dijo. Entonces comenzaba a recordar su juventud, el fervor por la causa política que desde entonces abrazaba.
A un costado de la mesa podían verse, apiladas, algunas revistas de medicina. Recuerdo particularmente aquélla cuyas hojas eran de papel celofán. Al abrirla, se veía la totalidad del cuerpo humano. Recorriendo sus páginas se encontraban, ubicados de modo de llegar a ese resultado, cada uno de los órganos que lo componen. Aquel viaje por vísceras y arterias era tan fascinante como uno de los imaginados por Julio Verne. Varias carpetas ocupaban el otro extremo. Se trataba de las conferencias que mi padre había pronunciado. Por último, en letra ininteligible, el manuscrito del libro que escribía en noches interminables.
Muchos años me separan de aquel escritorio y aquellos libros. Sin embargo, cuando la vida pesa, me refugio en el recuerdo de aquel ámbito silencioso y único, en donde mi fantasía de niña encontró un cauce para todo lo que ahora la apasiona.

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