viernes, 11 de septiembre de 2009

Caná



Uno de los episodios que más me gustaban de los Evangelios era el de las Bodas de Caná. Jesús aún no comenzaba su vida pública y María lo lleva con ella a una boda de amigos. Pasan algunas horas y dice a su hijo: “Mira, Jesús”, “se les ha acabado el vino”. Pero los hijos, aun siendo el mismísmo Dios, son rebeldes y reivindican su independencia. “Mujer”, dice él; “qué se nos da a ti y a mí” y también le dice que aún no ha llegado su hora. María no se deja arredrar así como así. Si bien aún no es la hora de los milagros de su hijo, llama a los servidores y les aconseja hacer todo los que él les diga. Ellos le traen unas tinajas y Jesús, que ama a su madre, les aconseja llenarlas con agua. Entonces ésta, por su divino don, es transformada en vino. Los invitados suspiran aliviados. El maestresala felicita al dueño de la fiesta por dejar para el final el vino de mejor calidad, algo inusual. María mira a su hijo con orgullo no disimulado. También con gratitud.
Se me ocurre que todos tenemos un episodio así. Un suceso que haya significado algo semejante en nuestra vida, cuando nos sentimos desterrados de la tierra. Esa sensación la tuve con mayor fuerza que nunca en los comienzos del exilio. Aquellos primeros meses en nuestro recién arrendado departamento de Quito eran duros. Estaba ubicado en la planta baja de la casa del dueño, a la que se llegaba subiendo una escalera desde el patio, que compartíamos. En ese patio mi hija jugaba por las mañanas a pesar de los cuatro gallos de riña que criaba el dueño, un reconocido abogado, atados uno a cada extremo del patio. No podía privar a mi niña de jugar, así que mi vigilancia se redoblaba ante esos seres entrenados para ocasionar daño.
Las tardes de Quito eran melancólicas. A las seis caía la noche, pues allí no existe ese bello instante del día que llamamos crepúsculo. Entonces yo me sentaba en una silla hamaca de cuero, uno de los pocos muebles con que contaba nuestro living y miraba por el ventanal encenderse las laderas del Pichincha, como si una mano invisible lo estuviera adornando. Miraba las luces que titilaban a lo lejos pensando qué clase de vida llevaría la gente que ocupaba aquellas viviendas. El extrañamiento me invadía. También el frío. A veces, para mitigarlo, me ponía a bailar, como me enseñara Susana, mi profesora de expresión corporal allá en Buenos Aires, aunque no tuviera música para acompañarme. El living contaba con una chimenea. Y en el hueco debajo de la escalera yo había descubierto mucha leña apilada. Pero no tenía idea de cómo se encendía. Probé de todas las maneras. Fue inútil. Los leños se resistían y ni una chispa salía de ellos, así es que renuncié a mi empresa. Hasta que un día llegó Elba. Era una mujer joven y morena, de larga cabellera ondulada y una voz suave y acariciadora, que conquistaron en un segundo a mi hija, a quien yo había contratado para que cuidara. Fue una de esas tardes en que se me ocurrió que, indígena oriunda de Loja, tal ella tuviera esa innata sabiduría que llevó a sus antepasados a proveerse de fuego y que aún serían duchos en ese arte que mi corteza de civilizada me negaba. En pocos minutos contemplé azorada aquellas llamas que surgían imparables y que llenaron el ámbito de un nuevo calor. Me tiré en el suelo como un gato, mi hija abrazada a mis piernas y ambas, como los primeros hombres y mujeres de la tierra, contemplamos extasiadas aquel corazón ardiente que nos calentaba no sólo el cuerpo sino también el alma. Aquel vino que se derramó por la tarde y que la tornó ebria y dichosa. Largo rato estuve entretenida en esa danza que dibujaba extrañas figuras y que parecía un sol al que de pronto le hubiesen crecido alas. Aquel fuego que, como el agua convertida en vino, se desperezaba en ese acotado espacio y me hablaba en un lenguaje brillante pero a la vez opaco. Me hubiera quedado todo el día a su lado. Era mi vida, alejada y sola, que se llenaba de un enorme resplandor sagrado. El tiempo quedaba, por un momento, mágicamente abolido. Yo ya no era una extranjera sino una vestal, cuidadora del fuego eterno. Y la obradora del milagro era esa humilde muchacha de Loja. Aquel día yo tuve también mis bodas de Caná.

1 comentario:

  1. muy lindo mami, gracias por aportarme estos lindo recuerdos de mi infancia. te quiero mucho. que el fuego nunca se apague de nuestro interior.

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