sábado, 5 de septiembre de 2009

Otras tardes, otras lluvias







Peto, 22 de agosto, miércoles- 1979

Hace tiempo que no retomo este diario. Es que en la rutina no me dan ganas de escribirlo, como si en ella no hubiese nada digno de contarse. En realidad, nuestra vida en México es bastante árida. Mi vida transcurre en la monotonía del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Y en el trabajo tampoco hay nada digno de ser remarcado. En ese sentido lo envidio a Adolfo, cuya actividad lo apasiona y le permite viajar, conocer personas y lugares. Ahora, por ejemplo, ha debido venir a Yucatán y nosotros (María del Sol y yo) lo hemos acompañado. Al llegar me impresiona su ambiente provinciano, esa somnolencia veraniega que tanto he experimentado en San Luis. Las casas son bajas, coloniales, con ventanas enrejadas.
A María del Sol le llaman la atención los coches tirados por un caballo que se usan, además del auto, como medios de transporte. A mí me trasladan de nuevo a la infancia. Hace mucho calor y en la pieza del hotel prendemos el ventilador de grandes aspas que cuelga del techo. Al día siguiente salimos temprano a Uxmal. Allí veo el Templo del Adivino, al que no me animo a subir por terror al vértigo. Visitamos también el Templo de las Monjas, con columnatas y el típico arco Maya. Tiene frisos de un barroquismo increíble que parecen hechos por los españoles, tanta es la coincidencia de estilos. El calor es tórrido y debemos hidratarnos con refrescos. Yo transpiro a mares. Seguimos viendo las siguientes pirámides, cuyo nombre no recuerdo. A la salida, una pareja de italianos nos acerca a Kabah. Son simpáticos, pero poco nos entendemos pues, si bien yo capto el italiano, Adolfo se empeña en hablar en inglés y me quedo fuera. También allí están los mascarones al dios de la lluvia, Chac, con su gran nariz ganchuda, la piedra labrada. Nos internamos por un pequeño sendero bordeado de árboles que conducen a otras ruinas y a un pequeño cenote. Regresamos con lluvia y hambre. Comemos cerca de la terminal, pero las calles parecen ríos y hay que ir buscando los lugares por donde cruzar. En ocasiones debemos descalzarnos. Nos dicen que esto se debe a que la ciudad no tiene desagües. El domingo partimos a Celestum. El camino es precioso, lleno de vegetación, hequenales y maizales. Chozas al estilo maya, de adobe con techo de paja de dos aguas, en un rectángulo de bordes redondeados en la parte inferior. Los pueblos del camino también me atraen con su calma bucólica, sus grandes árboles. Celestum es un pueblo de pescadores, casi no hay turistas. Caminando por la playa se ven incontables barcos que por la noche se harán a la mar. El mar. Vuelvo a encontrar su misterio, el olor a sal, ese tiempo amontonado, como diría Neruda, tan cercano a lo eterno. Nadamos, nos asoleamos. Volvemos saludables y cansados. Ayer lunes partimos a Valladolid, no sin antes admirar de nuevo la plaza de Mérida con sus grandes laureles. Enfrente, la casa de Montejo, el conquistador, de puro estilo plateresco, con su escudo en cada ventana, lo que revela su egolatría. Nos dicen que allí viven sus descendientes y que, durante algunas horas, está abierta al público. Me detengo en Chichén Itzá, pero el sol es muy fuerte y no aprovecho como debiera. Subo con Sol a la pirámide de Kukulkán, que quiere decir serpiente emplumada. En su base la plaza de las mil columnas, que semejan centinelas en esa soledad de piedra. Estas ruinas muestran ya la influencia tolteca. Subimos también al Templo de los Guerreros con sus enormes cabezas de serpientes, sus altas columnas. Me impresiona el juego de pelota y al fondo el imponente cenote en donde los Mayas arrojaban a sus víctimas al dios de la lluvia. Del otro lado del camino se halla el Observatorio en forma de caracol, donde llevaban a cabo sus observaciones astronómicas. El jaguar se ve en esculturas y grabados. Llegamos a Valladolid. Allí nos espera Adolfo y nos quedamos un día hasta salir rumbo a Peto, ayer por la mañana. Este Centro Coordinador, perdido en el camino, es un casco de estancia, con enormes patios sombreados de árboles y una casa señorial con capilla y todo. Me siento bien y contenta, aunque el cansancio me atrapa y tengo un mal momento con Adolfo. Hace, como en todos estos lados, mucho calor. Comienzo a relajarme en el crepúsculo, en el que me reencuentro con su serenidad, la calma violeta de Juan Ramón Jiménez. Día casi perdido para la lectura pero fecundo en cuanto a retomar el contacto con mi intimidad.
Hoy miércoles Adolfo va a Sututa. Prefiero quedarme a leer, escribir cartas, pensar. María del Sol ha encontrado unos niños con los que juega todo el tiempo. Se la ve feliz. Paso la mañana escribiendo cartas. Releo también La muerte de Artemio Cruz. A la hora de almorzar nos pasa a buscar el Director del Centro, un tipo de treinta años, de una simpatía atrapadora. Conversamos de literatura, de su hijo. Me siento a gusto a su lado. Camina con muletas a causa de que un árbol le cayera encima mientras iba en auto, lo que le destrozó la columna. Ha tenido un sin fin de operaciones, pero transmite un gran optimismo y en ningún momento se lo siente un impedido. Por la siesta me encierro a escribir este diario. El calor es sofocante.

Más tarde

Empieza a llover y refresca. Desde mi pieza, veo caer la lluvia sobre los árboles. El ruido de las hojas que mueve el viento. Me vienen a la memoria aquellos versos del El “Salmo pluvial”: “Saltó la alegre lluvia por taludes y cauces…/Delicia de los árboles que abrevó el aguacero/ delicia de los gárrulos racimos en desliz / cristalina delicia del trino del jilguero / delicia serenísima de la tarde feliz. Me gusta esta lluvia que transfigura la tarde.



Fragmentos de un diario




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