domingo, 6 de septiembre de 2009

Resplandor del mundo



De vez en cuando la vida me toca con su varita mágica. Es enero, el calor de Buenos Aires agobiante y de pronto, no sé por cuál milagro, me encuentro en El Trapiche. Allí, amparada en la casa de mi tío Cototo, donde tantas veces fui en los veranos de la infancia, está mi prima Margarita. Algún día hablaré de esa casa. Pero ahora quiero contar otra cosa. Quiero contar que es de mañana y que anuncio a mi prima que salgo a caminar. El deslumbramiento me invade apenas traspaso la tranquera. Tomo por el callejón que conduce al río. Mi corazón palpita con celeridad. Allí voy, por entre ramas de luz y sombra. Transparente y tenaz, el río aparece ante mis ojos y lo miro mientras lo atravieso por el vado. Las piedras del fondo, distintas cada una, como si un invisible escultor se hubiera entretenido milenios en fabricarlas nada más que a ellas. En hacerlas diferentes aun cuando nadie se detenga a mirarlas. Las hay negras con pequeños lunares blancos, las hay de un blanco transparente, otras son humildes y grises, como un sayo de monje. No resisto a la tentación de tomar alguna y echarla a mi bolso, pero sé que es en vano, que con ello no lograré aprisionar el agua ni el instante. Subo la cuesta que da una vuelta en redondo y es otra vez el río. Antes he pasado por una casa de ladrillos. Cerrada y silenciosa, pienso cuál será su destino actual. Porque antes era La Estafeta. Aquella estafeta era el último tramo de nuestras cabalgatas. Allí íbamos todas, desesperadas por comprobar que alguien se acordó de nosotras enviándonos una carta. La encargada iba cantando los nombres y la mayoría de las veces la decepción de no estar entre ellos me dejaba melancólica y frustrada. Mis primas, que vivían en Buenos Aires, eran premiadas con un fajo de hasta seis o siete cartas. Les escribían sus amigas, algún novio, su madre. Como yo vivía en San Luis, nadie se dedicaba a enviarme ninguna. Es que estaba demasiado cerca y al alcance de la mano. Tal vez alguna de mamá. Pero nada más.
Trémula y palpitante, llego otra vez al río que, como yo, ha dado una vuelta completa y ahora debo cruzarlo nuevamente para acceder a lo que llamo “Mi Paraíso”. Y me vienen a la mente aquellos versos de Agüero: Diez años hace, mucho tiempo, tanto/ que en dicho plazo la niñez culmina/ que no venía a respirar encanto, ni olor de luz, ni la raíz del canto/ al amor de esta plácida colina. No sé cuántos años. Mucho más de diez. La niñez culminó y también la adolescencia y para qué decir la juventud. Pero aún estamos, en esa raíz. Debo cruzar nuevamente el río. Esta vez por unos mojones de cemento, pues al antiguo puente colgante se lo llevó la inundación. Mis pasos se apresuran, como al encuentro con un amante: he divisado ya la entrada de ese callejón por donde me internaré. Una o dos casas, adormecidas aún en el sueño y luego, cuesta arriba del camino y también de mi sangre, voy entrando en una campana de luz y de sonidos que se despliega para mis ojos, únicos en gozarlos y contemplarlos. Porque allí no hay nadie. Y cómo agradezco que ni el progreso ni los autos hayan descubierto aún este rincón. El sendero se estrecha cada vez más. Busco el algarrobo. Hay muchos dispersos por ahí. Las cortaderas se alzan, como acariciadoras nodrizas. Se me antojan niñas encantadas que se abrigan así, en ese silencio manso a la espera de que venga el príncipe a desencantarlas. Este verano un trino me detuvo. No es que no haya pájaros. Los veo todo el tiempo. Volando, posándose en las ramas. Pero este trino sale insistente y clamoroso. Levanto entonces los ojos y compruebo que es un zorzal. Su cabeza erguida para lanzar su canto al aire que, a cada vibración de esa flecha sonora, parece tornarse más cálido. Las hojas se vuelven también más brillantes y, dentro de mí, algo dormido vuelve a incorporarse. Esa columna de sonido me acompaña hasta encontrar a mi algarrobo. Lo saludo, abro mis brazos y abarco su tronco, en un rito secreto. Luego me siento largo rato a su sombra. Nada importa ya. Sólo nosotros dos, en la calma enamorada.

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